Este es un relato autobiográfico sobre el accidente sufrido en 1972 por un avión uruguayo en la cordillera de Los Andes, en el que viajaba mi hermano mayor. Fue publicado en el número 138 de la prestigiosa revista literaria colombiana El Malpensante.
A los cinco o seis años, me perdí en La Paloma. Fui
a comprar bizcochos a la panadería, a menos de dos o tres cuadras de la casa
que alquilábamos ese verano, y no encontré el camino de regreso. Caminé y
caminé, incapaz de orientarme, por calles de tierra y bosques de pinos que me
resultaban familiares. El sol empezaba a entibiar ese aire fresco y salado que
envuelve a los balnearios cuando se despiertan, y mi casa no aparecía. Tampoco
sabía cómo volver a la panadería. Tuve fantasías vagas, fragmentarias, en las
que me veía como una huérfana desvalida, y se me hizo un nudo en la garganta.
De repente, reconocí el auto estacionado frente a la carnicería. Mi madre
estaba comprando las provisiones para el almuerzo.
—¡Hola! —me saludó. —¿Qué estás haciendo por aquí?
—Y siguió hablando con el carnicero como si nada hubiera pasado.
Para ella, no había pasado nada. Yo había estado
perdida diez o veinte minutos, pero nadie se había dado cuenta.
La percepción de los que se pierden es siempre
diferente a la de quienes pierden a alguien.
Muchos años después, llevé a mi hijo de cuatro años
al Parque Rodó. Estrenaba bicicleta con rueditas. Encontré un banco solitario
en uno de los senderos que bordean el lago. Camilo aprendió enseguida a hacer
proezas en la bici y yo entrecerraba los ojos y lo espiaba, mientras me
entretenía con los globos de colores que el sol me colgaba en las pestañas.
No sé por cuánto tiempo me quedé dormida, sé que me
despertó el silencio. La bicicleta relucía en el camino, pero Camilo no estaba.
No había nadie esa tarde en el parque. Lo llamé varias veces, cada vez más
fuerte. Enloquecí. Pensé en pervertidos que aprovechan la soledad de los
parques, me acerqué al lago y lo imaginé flotando boca abajo. Cuando me di
vuelta, me pareció ver la campera amarilla entre unos arbustos. Lejos. Corrí,
desesperada. Lo encontré canturreando. Con un palito, torturaba a una lombriz.
—¿Por qué llorás, mami? —preguntó cuando lo abracé.
—Te perdí, te perdí —le decía yo entre sollozos.
—Yo estaba acá, no estaba perdido —dijo con asombro
y lógica implacable.
*
* *
Cuando yo tenía diecisiete años, el avión en que
viajaba mi hermano mayor se perdió en la cordillera de los Andes.
En ese entonces, mi familia estaba radicada en
Buenos Aires. Pablo, en cambio, vivía en la casa de una tía en Montevideo,
adonde mis padres habían viajado aquel fin de semana largo.
El avión había pasado una noche en la ciudad
argentina de Mendoza, forzado por el mal tiempo. De modo que cuando, por pura
casualidad, mi hermano Daniel y yo escuchamos en la radio la noticia de un
avión uruguayo desaparecido, descartamos que fuera precisamente el avión en que
viajaba Pablo. Suponíamos que ya habría llegado a Santiago de Chile el día
anterior. En Montevideo nos hubiéramos enterado enseguida de la tragedia, pero
recién a la mañana siguiente mis padres nos llamaron para darnos la noticia.
Nos fuimos a dormir sin saber que Pablo estaba
perdido. Mientras tanto, los sobrevivientes del accidente pasaban su primera
noche en la montaña en medio de una tormenta de nieve, entre los cuerpos de los
muertos, los lamentos de los heridos, el frío insoportable, la perplejidad y el
desamparo absolutos. Pablo estaba perdido y nosotros, sus hermanos, no lo
sabíamos.
*
* *
Después, lo dimos por muerto. Pablo no se nos murió
de repente. No hubo un velorio, no hubo un entierro. Pero se nos fue muriendo
de a poquito a medida que pasaban los días sin noticias. A mí se me terminó de
morir —o casi— poco después de que se diera por terminada la búsqueda. Me
encerré en mi cuarto y lloré toda la tarde.
La situación tiene puntos en común con la de los
familiares de los desaparecidos. El cuerpo de los muertos ofrece certezas que
ayudan a superar la pérdida. Cuando no hay cuerpo, no hay certezas. La pérdida
es doblemente dolorosa. Asumirla requiere un proceso más complejo.
En una fiesta, bailé toda la noche con un chico que
me gustó. La semana siguiente me llamó por teléfono. Durante esa eterna
conversación de adolescentes me preguntó:
—¿Cuántos hermanos son?
—Seis. No. Cinco. Bueno, no sé. Creo que cinco.
El hecho es que yo no sabía cuántos hermanos tenía. Pablo
supo todo el tiempo que tenía cinco hermanos. Aunque el trabajo de sobrevivir a
cada día no le permitiera acordarse de nosotros.
*
* *
Mis amigas venían a casa con más frecuencia que
nunca, y también los amigos de mis hermanos. Se armaban guitarreadas. Era la
forma que había adquirido el velorio sin muerto.
El veintiuno de diciembre acababa de despedir a unas
amigas cuando alguien llamó para avisar que, al parecer, habían encontrado a
unos sobrevivientes del avión perdido. A partir de ese momento, la radio no se
apagó nunca, el teléfono no paró de sonar y mi casa se llenó de gente. Me
acuerdo de haber pegado puñetazos a las paredes.
Las noticias se aclararon rápidamente. Los
sobrevivientes eran dieciséis, pero los dos que habían llegado, tras una
travesía de epopeya por la cordillera, a la casa de un campesino chileno, se
negaban a dar nombres. Diez días atrás, habían dejado a un par de compañeros al
borde de la muerte y no podían garantizar que aún estuvieran vivos. La lista se
divulgaría al día siguiente, cuando los helicópteros de rescate llegaran a
ellos.
Mi padre se fue a Chile en el primer vuelo, no sé si
esa misma noche o a la mañana siguiente. Se fue sin saber si su hijo estaba
vivo. Yo miré a mi madre preparar dos valijas: una con su ropa y otra con ropa
de mi hermano. Reservó vuelo a Santiago, pero sólo viajaría si Pablo estaba en
la lista. No pude evitar imaginarla deshaciendo el equipaje. ¿Qué iba a hacer
con la ropa de mi hermano? ¿Volvería a guardarla, doblada y ordenada, en el
ropero?
*
* *
En Montevideo, muchos familiares no habían perdido
nunca la esperanza. Nosotros, sí. Habían pasado setenta y dos días del
accidente.
Recuperar la esperanza de que un hermano esté vivo
produce una emoción indescriptible. Nunca volví a sentir nada parecido. La
esperanza contiene la posibilidad de que lo esperado no se produzca. No tiene
nada que ver con la alegría o la tristeza de lo cierto. La esperanza es pura
inseguridad, lo contrario de la certeza.
Tal vez dormí un rato aquella noche.
Recuerdo gente sentada a la mesa, pero no sé quiénes
eran. Recuerdo el sonido incesante de la radio. Recuerdo exactamente cómo era
la radio. Recuerdo que, en algún momento, pensé que iba a dejar una huella en
las baldosas, de tanto caminar alrededor de la mesa. Recuerdo haberme
restregado las manos hasta que me ardieron.
Recuerdo el silencio cuando leyeron la lista, al día
siguiente, siglos después. “Pablo Ponce”, dijo una voz en la radio. Y hubo un
grito unánime y nos abrazamos y lloramos de alegría y también de tristeza. “¡Está
Pablo!”, gritábamos. “No está Arturo, no está Felipe”, decíamos consternados.
“¡Está Coche!”, volvíamos a gritar y a abrazarnos.
Mi madre se fue, con las dos valijas.
Mi casa era una romería. Llegaron parientes de
Montevideo. Llegó mi abuela a pasar la Nochebuena con nosotros. Vinieron
periodistas de radio y televisión. Mis amigas y yo nos dedicamos a un trajín
permanente y risueño entre la casa y la estación. Íbamos a esperar a uno, a
despedir a otro, a comprar coca-colas o lo que nos pidieran. Estábamos
eufóricas. Una de ellas, incurable extrovertida, llegó en un tren en donde
todos los pasajeros se enteraron de que iba a la casa de uno de los
sobrevivientes. La gente nos saludaba desde el tren.
*
* *
El día de Navidad, los cinco hermanos viajamos a
Chile. Papá nos esperaba en el aeropuerto, rebosante de recomendaciones y
advertencias. No sé qué nos dijo, de camino al hotel. No entendimos. Íbamos a
ver a Pablo. ¿Qué recomendaciones podían importarnos? ¿Sobre qué quería
advertirnos? Sabíamos que éramos privilegiados. Nos dolían los muertos. Pero ya
no podía haber más sorpresas. No atendimos porque la atención es una actitud de
alerta. No podíamos estar atentos porque nos sentíamos felices. La felicidad
nos vuelve distraídos.
Sin embargo, una extraña timidez nos impidió
irrumpir atropelladamente en la habitación de Pablo. Entramos con cautela. Todo
lo que yo quería era abrazarlo y decirle cuánto lo quería, cuánto lo había
extrañado, cuán feliz me sentía de volver a verlo.
Estaba sentado en la cama con un pijama a rayas y
una bandeja en las rodillas. La piel, oscurecida por el sol y la nieve. Los
labios, hinchados y cubiertos de costras. Flaco. Flaquísimo. Se colaban haces
de luz por la persiana entrecerrada. Nos miró y sonrió.
—Hola —dijo—. ¿Cómo están?
Le agregó mermelada a un yogur, se lo zampó en
cuatro cucharadas y atacó un sándwich de jamón y queso, antes de volverse a
echarnos otra ojeada y regalarnos otra sonrisa. Miraba obsesivamente lo que
comía. Mi madre le untaba una tostada con manteca, le ponía azúcar al café con
leche, le alcanzaba el jugo de naranja. Nos acercamos en fila india y le dimos
un beso. Como si nos hubiéramos visto ayer. No sé qué dijimos. Después, mamá
dijo que Pablo estaba cansado y nos hizo salir.
¡Eso era lo que mi padre había querido decirnos
durante todo el viaje desde el aeropuerto! Para nosotros, Pablo había vuelto a
la vida. Él siempre supo que estaba vivo. Y la tarea de sobrevivir, en las
condiciones espeluznantes que ni siquiera se nos había ocurrido imaginar, le
había exigido toda la atención y la energía. Lo había convertido, a nuestros
ojos, en otra persona, dura y displicente, incapaz de interrumpir la merienda
para saludar a los hermanos recuperados.
¿Recuperados? La madre que recupera al hijo perdido
en el parque llora, lo llena de besos, lo sacude, le dice: “Tuve tanto miedo de
no volver a verte”. El niño la mira con asombro.
*
* *
El verano siguiente, fui a hacer trabajo voluntario
a un pueblo de la provincia de Santiago del Estero, de apenas unos trescientos
habitantes. El día que llegamos, el termómetro llegó a los cuarenta y tres
grados.
No había luz eléctrica, pero eso era lo de menos.
No había agua corriente. Teníamos que ir a llenar
bidones a una canilla pública, de donde salía un agónico chorro de agua. Siempre
había cola.
Nos levantábamos a las seis de la mañana y
trabajábamos hasta las seis de la tarde. Cada dos o tres días podíamos darnos
una ducha mínima, con un sistema de baldes que alguien inventó a partir de algo
que había visto en una película.
En las noches, la gente del pueblo sacaba los catres
de los ranchos y dormía a la luz de las estrellas. Nunca llovió.
Cuando llegué, tuve el impulso de volver a la
estación y treparme al primer tren que pasara hacia cualquier parte. Creí que
no iba a poder con el calor, la tierra que volaba en el aire caliente, el
trabajo agotador y la falta de agua. No sólo me acostumbré a todo, sino que
hasta llegué a querer a ese paisaje árido, a ese pueblo en el medio de la nada,
a esa gente que con tanta naturalidad cargaba bidones de agua para cocinar y
lavarse, porque no había hecho otra cosa durante toda la vida.
Mi novio de entonces se había ido como voluntario
con otro grupo, a otro lugar. Habíamos quedado en encontrarnos en la casa donde
su familia pasaba el verano a orillas del lago Moreno, en Bariloche. Durante la
estadía en Santiago del Estero, yo había vivido experiencias intensísimas. Y
había cambiado. Sólo podían entenderlo los compañeros de grupo, con quienes
había compartido mil pequeños detalles que conformaban una vivencia colectiva.
Por lo tanto, tenía resuelto romper con mi novio, aunque para ello tuviera que
viajar a Bariloche.
A él le había pasado lo mismo. En cuanto pudimos
encontrarnos a solas, nos dijimos —con otras palabras— que lo intransferible de
nuestras vivencias no compartidas nos separaba sin remedio. Sin embargo, no
rompimos. Tal vez porque cada uno pudo entender que el otro había pasado por
algo similar. Tal vez porque explicitamos lo implícito. Y, sobre todo, porque
el grupo no estaba allí, sino sólo nosotros dos, separados de su familia por el
muro intangible del trabajo voluntario que ellos no habían realizado.
*
* *
Mi marido tiene un amigo de los tiempos de la
adolescencia que vive en Londres. Viene a Montevideo todos los años y, como un ritual,
la noche siguiente a su llegada cena con nosotros. Conversamos los tres
animadamente. Después de unos whiskies y un par de horas, yo sigo ahí. Puedo
participar de la conversación. No me he vuelto invisible. Pero siempre siento
la burbuja. Hay una tela invisible que los envuelve y yo estoy fuera de ella.
Es el pasado compartido —anterior a mí— que los acoge y me excluye. No puedo
hacer nada para evitarlo. Ni quiero. Hasta me gusta constatar que la amistad
sigue intacta y es tan mágica, aunque ellos no se den cuenta.
*
* *
Cuando llegué a Santiago de Chile en la Navidad del
setenta y dos, en el Hotel Sheraton se alojaban los sobrevivientes y un
ejército de familiares y amigos.
También había periodistas de todo el mundo. Me
asombraba que lo que le había pasado a Pablo y a sus compañeros de viaje se
hubiera convertido en un acontecimiento que aparecía todos los días en la
primera plana de los diarios. Los sobrevivientes se iban dando cuenta poco a
poco de la trascendencia mediática de la tragedia. Uno de ellos, antes de mi
llegada, se jactaba de haber hecho un negocio estupendo, porque le había
vendido a un periodista un rollo de fotos de la cordillera por ochenta dólares.
La antropofagia, fuera de contexto, cobraba una significación que no había
tenido para ellos.
A mí no me extrañó que se hubieran alimentado de los
cuerpos de los muertos. Me erizaba la peripecia de aquellos muchachos. Me iba
enterando de los detalles en los pasillos del hotel, en la mesa del comedor, en
conversaciones oídas al azar, en los informativos y en los diarios. Arturo, el
mejor amigo de Pablo, había muerto en sus brazos. Era lo que más me
impresionaba.
Pablo se sentaba con nosotros a la mesa. Con
nosotros, su familia. Pero, más que con cualquier otra persona, se juntaba con
los sobrevivientes, aquellos jóvenes que por la flacura, la barba y la piel
renegrida, se distinguían de inmediato del resto del mundo.
Yo los miraba en los jardines o en el hall del
hotel, en grupos de tres o cuatro, y podía ver la burbuja que los envolvía. Una
piel tan transparente como impenetrable. Me dolía la burbuja porque me separaba
de Pablo. Parrado cuenta en su libro que se sorprendió cuando alguien le dijo
que hubiera querido vivir con ellos la experiencia de la montaña. Yo sentía, en
aquel momento, que querría haber estado con Pablo. Quería entrar en la burbuja.
*
* *
Pocos días más tarde, los sobrevivientes y sus
familias se fueron a Montevideo. Nosotros pasamos unos días en un apartamento
que unos amigos chilenos nos prestaron en Viña del Mar y volvimos, luego, a
Buenos Aires. Pablo, con nosotros. Se quedó a vivir en Buenos Aires.
Con el tiempo, fue recuperando los códigos familiares
y sociales. Se le fue adelgazando esa segunda piel. Tal vez ese adelgazamiento
fue posible porque no estaba en Montevideo. No sé. No estoy segura de que, casi
cuarenta años después, haya desaparecido del todo. En todo caso, ahora la piel
transparente lo envuelve a él solo. A él con su historia de Los Andes. Hay un
lugar en cualquiera de nosotros, donde se esconde lo más profundo, lo más
íntimo, en donde nadie más puede entrar. Nadie. Nunca. En eso consiste,
probablemente, nuestra soledad esencial.
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