Con este cuento gané el 3er. premio -entre casi 400 presentados- en el Concurso de Cuentos que la Cooperativa Bancaria organizó con motivo de sus 80 años. Los integrantes del jurado fueron Silvana Tanzi,
Valentín Trujillo y Javier Lyonnet. Se hizo una publicación con los tres primeros premios en Banda Oriental: - ISBN: 978-9974-1-0843-1
No hay transición entre el sueño y la vigilia, el despertar me saca de lo oscuro y me sumerge de repente en las obsesiones. Me muevo y siento el cansancio en cada músculo, en cada hueso, en cada pedazo de piel. Al incorporarme me golpeo la cabeza contra el yeso del cielorraso. En el último mes hemos cambiado tanto de casa que tengo que pensar dónde estoy cada vez que me despierto. Miro a Ceci por si oyó el ruido del golpe pero duerme como un tronco. El ruido fue adentro del cráneo, por dentro estoy lleno de ruidos. Le beso el pelo con cuidado, por suerte tengo a Ceci. Ella es como la tabla que flota en el océano cuando siento que me hundo. Es la mujer que aceptó dejar todo en Montevideo para venirse conmigo al culo del mundo. ¿Dónde dejé la ropa? Nos dieron algo de ropa usada después del siniestro (y me sonrío cuando pienso “siniestro” porque es la palabra que hubiera usado el Nano Folle en el informativo del canal 10). Me visto en un silencio absoluto y este cuerpo como anestesiado y torpe se pierde en el laberinto silencioso de la casa desconocida. Todo es yeso blanco y suelo de monolítico negro. Allí está el resplandor de la puerta ventana que me guía hacia la escalera y el parque.

Allá en lo alto revolotean los cuervos. Los cuervos
me vigilan desde la época de Irlanda, con el municipio de County Clare y su
absurda fachada helenística. La estatua de Edmund Rice señala el cielo como
diciendo: aquí también siempre llueve. Me acuerdo de que no podía desviar la
mirada de las casas antiguas que flanquean el recodo del río hasta el puente
romano y la catedral del siglo V, la de los monjes que competían con Roma por
ser el centro de su mundo. En Irlanda no existía Ceci. Bueno, sí existía:
estaba por entrar a la facultad de ciencias sociales, estaba por ser alumna y
hacerse amiga de mis amigos. Pero yo no la conocí hasta el verano siguiente.
Quiero decir el verano del Sur, para mí el verano es el Uruguay y el invierno
es Bergen, aunque en teoría yo viva siempre en verano.
Qué mala suerte todo. Me angustia pensar que de
tarde, después del puesto de pescado de Tom, me tengo que bancar a ese hijo de
puta de la pizzería. Ese hijo de puta de mi nuevo jefe, una rata egoísta y
avara, ojalá no tuviera que volver a verlo, ojalá no estuviera obligado a tener
dos trabajos. Es que hay que recuperar un poco de guita antes de volver a
Uruguay. Tengo que pedirle la baja por depresión. Él no se da cuenta de nada de
nada.
¿O sí se da cuenta? Se dio cuenta de que yo estaba
desesperado y por eso me regateó el sueldo. Y a mí me quedaba apenas lo que
tenía puesto, que además era regalado. Ligero de equipaje, decía Machado. Más
que ligero andaba yo y no pensaba morirme. El tipo sabe de sobra que llego
muerto de cansancio, que es el segundo laburo, que a las seis de la mañana
tengo que estar en el puesto de Tom y a las seis de la tarde en la pizzería.
Claro, yo con cero ganas y él con cero paciencia. Nunca un reconocimiento, es
como si sólo tuviera ojos para lo que me sale mal. Tengo estrés postraumático,
imbécil de mierda, me dan ganas de gritarle.
Carajo, me olvidé de traer plata, no puedo tomarme
un café. Ahí está el carro estacionado en el Fisketorget. Hace ya muchas
temporadas que trabajo para el viejo Tío Tom, es un buen tipo. Llegué tarde, ya
son las seis y veinte.
La lluvia cae sin pausa y las gotas explotan contra
el empedrado del mercado. Los puestos dan a la calle y atrás está el fiordo. Al
fondo del fiordo veo llegar la bola de agua helada empujada por el viento del
polo norte. Con este día y al final de la temporada, nadie viene a comprar
nada. El programa de Dolina de hoy me hace cagar de risa. Entonces decido leer
el blog de Gillespi en Clarín de Buenos Aires.
La lluvia arrecia y las gotas suenan en el techo de
aluminio como si fueran granizo. El agua rabia sacudida por la metralla. Un
taxi para frente al carro.
—Una de langostinos con papas.
Los tacheros son clientes habituales de las primeras
horas.
—¿Y? ¿Cómo anduvo el laburo anoche?
—Regular. Solo los fines de semana se mueve un poco
más. ¿De dónde es usted?
—De Uruguay.
No sé para qué le hablé. El tipo es de Montenegro,
me cuenta de un primo que tuvo unos hijos con una brasilera en Estados Unidos.
Ahora el primo está en Montenegro, a la mujer la deportaron a Brasil por no sé
qué lío de trámites y los brasileros le están haciendo problemas al loco para
darle la visa. ¡Y quiere que yo lo ayude! Este tipo está mal de la cabeza, me
pregunta si tengo algún amigo que lleve al primo en auto hasta Río de Janeiro y
que él paga el viaje y lo que haya que poner en la frontera. O capaz que yo
conozco a alguien en la embajada de Brasil.
—Lo que haya que poner —insiste.
—No, ni idea —le digo, terminante.
Qué bueno que está este jazz. Me apoyo en el
mostrador. No suelo hablar con los clientes.
—El problema es que hay demasiados noruegos
estúpidos —sigue el tachero.
—¿Ah, sí?
—Te tomás unos tragos con un amigo noruego, se
emborracha, te abraza y te pregunta: "¿Te gusta mi esposa? Bueno, si
querés te podés acostar con ella". ¿Te das cuenta qué idiotas?
—¿En serio?
Las charlas de siempre. Diferencias: demarcaciones,
sueños en cantidad, negocios seguros, préstamos, intereses que se pagan con
deducciones de impuestos. Que a mí me sacan un veinticinco, que a mí un treinta
y seis. Parece que conviene invertir en la construcción en Montenegro. No sé
por qué no me resulta sorprendente. Yo tenía mi propio negocio con las
camperas. Hasta hace un mes iba a hacer plata suficiente para irme, para
terminar la carrera tranquilo en Montevideo y conseguir después un laburito de
sociólogo, como los amigos que se quedaron. Mejor ni pensar en eso.
Va a empezar Trece a Cero. Puta madre con los buses,
cada vez que pasa uno se me desconecta internet. No creo que el Toni Pacheco
esté para la selección. Pero si no, ¿quién? No me gusta el Nacho, Robert Flores
no da más que para suplente. Paró la lluvia. Escucho a alguien que acusa al
Santi de haberse aburguesado, que ya no llega a la radio con los palillos en
los pantalones para que la bici no le coma la tela.
Desde el carro miro la bahía y pienso en la batalla
del Vaagen entre la armada danesa y la germánica. Tengo los dedos demasiado
fríos. Ayer en la clase de noruego hacía calorcito. Me gusta ir a clase. ¿Por
qué tengo tanta actividad si al final uno se muere y se acabó?
Antes me venía como una especie de angustia por no
hacer lo que no hacía, porque elegía trabajar y ganar guita. Ahora me importa
una mierda no hacer lo que no hago. Siento por lo menos que recobré la
dignidad. Ayer un gil de goma me dijo que estudiaba ciencias sociales en la
facultad, miró el puesto, se rió y me preguntó con ironía:
—El trabajo soñado ¿verdad?
Lo miré de pesado y le contesté en voz muy alta:
—¿En qué sentido?
Disfruté un poquito con los balbuceos que tartamudeó
antes de cambiar de tema. La verdad es que me gustaría recibirme y hacer una
maestría.
Antes del incendio le mandé un mail a una profesora
de la Universidad de Bergen y le pedí para ir, de oyente nomás, a un curso de
posgrado sobre inmigración y relaciones étnicas. Me contestó que sí. A las
últimas clases no pude ir, obvio, porque había arrancado con la pizzería. Ahora
que pasó un mes ya no me angustia no poder ir y no me despierto con esos
fulminantes ataques al hígado que me daba la rabia.
Me acuerdo de la clase en que hice catarsis. Estaba
muy enojado por no haber recibido ayuda de este estado socialdemócrata. En
cambio a los músicos sí les van a dar unos millones de coronas de ayuda. Vino
enseguida desde Oslo el ministro de cultura. Me parece perfecto, pero no me
banco la diferencia. Entonces tomé la palabra en clase y hablé para todos en
inglés hasta que se me desatoró el nudo en la garganta. Después me quedó un
revoloteo de cosquillas en el pecho nomás. Y esa ropa que todavía sentía
extraña: pantalones de mujer, remeras de congresos en Nicaragua o del rally de
México. Nada parecía estar hecho para mí.
Las horas no transcurren en este día quieto, entre
salmones, bacalaos, cangrejos, centollas, caviar. Ahora es casi mediodía,
atiendo a una pareja de suizos y les explico la diferencia entre el salmón
salvaje que vendemos y el que se cría en cultivos. Les envuelvo unas porciones
con especias mientras, entre las nubes, asoman pedazos de un celeste pálido. A
lo lejos veo venir una campera roja de lluvia, unos vaqueros, y justo en ese
momento un rayo, apenas un rayo solitario de sol, le ilumina el pelo y esa sonrisa
como entre acongojada y pícara. Todo el sol de Noruega lo absorbe ella. ¿Cómo
puede quererme una gurisa así? ¿Cómo puede seguir queriéndome si yo la arrastré
a este desastre? Y sin embargo, acongojada y pícara, me sonríe.
—Su pedido, señor —dice, y saca de la mochila un
paquete con una porción de tarta y un sándwich de pan negro, tomate y palta. Me
dan ganas de ponerme a llorar a gritos. —Tomá —sigue—, te traje la fotocopia de
Hanna Arendt. La terminé de leer esta mañana en la cama. Una crá, la mina esta.
—Qué bien, porque hoy esto está muerto. ¿Es difícil?
—Psss. No tanto, se lee bastante bien. ¿Entraste a
Montevideo Comm?
—No, estuve boludeando con los blogs de Clarín y
escuchando Trece a Cero.
—¿Y qué se cuenta?
—Nada. Hoy lo agarraron de punto al Santi. Dicen que
ya no va más en bicicleta a la radio.
—Pobre Santi —se ríe.
Hablamos un rato más. Si terminó con la Arendt sólo
le queda repasar y podría dar el examen en diciembre. Es la primera vez que no
sabemos si en diciembre vamos a poder estar en Montevideo. Yo voy mucho más
atrasado que ella y no tengo ninguna intención de estudiar ahora. No asimilo
nada, es como cuando terminás de ver una mala película en televisión y en los
créditos ya no te acordás de qué se trataba. Tal vez lo intente, sólo para
poder hablar de Hanna Arendt con Ceci.
Se va a trabajar. Cuando salga, irá a comer a la
pizzería. Hoy no tengo clase de noruego. Entre los dos laburos, voy a ir a casa
—¿a qué casa?— a tirarme un par de horas en la cama. Solo en la bohardilla. No
aguanto más, creo que tengo ganas de que me internen por depresión, que me
duerman durante un mes. No sería una mala solución. Podemos pagar un pasaje
para que Ceci se vaya a Montevideo y no se atrase en la carrera y a mí que me
alimente el Estado noruego en un psiquiátrico. Podría descansar un poco.
Dormido, no la extrañaría y soñaría cosas lindas.
* * *
Creo que me parezco a mi viejo. No es que me guste,
lo digo como la constatación de un hecho. Él se fundió con la crisis, qué
cagada empezar de nuevo a los cincuenta pirulos. Y fue encontrando changas,
negocios. “Pedaleos”, les llama él. Por lo menos va tirando. El viejo es un
tipo triste, capaz que es en eso que nos parecemos. Ahí fue que me fui a la
mierda, cuando mi padre se fundió no soporté tanto bajón.
Siempre vuelvo a Montevideo en la primavera del Sur.
Voy a algunas clases, doy algún examen. Veo a los amigos, nos vamos unos días a
Rocha, o un par de semanas. El último verano, después de años de ir y venir, ya
casi tenía la guita suficiente para comprar una casa para Ceci y para mí. Nada
del otro mundo, una casa común y corriente, en un barrio común y corriente, con
azotea para hacer asados. Nos faltaba un poco más para la casa y para vivir dos
o tres años hasta recibirnos y encontrar un laburo. Ceci y yo somos gasoleros,
en dos temporadas más juntábamos la guita que precisábamos.
Un domingo de mayo, cuando faltaba poco para
volvernos, almorzamos en lo del viejo y, no sé por qué, comenté:
—Los noruegos piran con mi gamulán.
—¿Por qué? ¿Allá no hay?
—De estos así, como medio berretas, no.
—¿Y les gusta que sean berretas? —preguntó.
—No es que sean berretas —dijo Ceci, mientras se
servía un plato enorme de ensalada, de esos que sólo ella es capaz de comerse—.
Son diferentes, más artesanales, yo qué sé. Creo que los ven como moda étnica y
les encanta.
—¿Moda étnica? —mi viejo y Ceci se pusieron a hablar
de moda, me pasparon y desenchufé. Cuando me aburre un tema tengo esa
habilidad: vuelo por cualquier planeta y ni me entero de lo que hablan. Me
acuerdo de que esa vez volé por un planeta en que Ceci y yo vivíamos en una
casa común y corriente, en un barrio común y corriente de Montevideo, con
azotea para los asados. Y que pensaba que cualquier casa se podía convertir en
extraordinaria con ella, con el olor a especias que le pone a los panes
integrales, con toda esa comida que hace y vende… iba a decir “como pan
caliente”, y es pan caliente, mismo.
Nosotros nos olvidamos de esa conversación boluda de
gamulanes. Pero a la semana mi padre se apareció lleno de cuentas de costos y
aranceles y normas comerciales de la Unión Europea. Los resultados en el papel
daban que, con una mínima inversión, nos llenábamos de plata en una sola
temporada. Claro que él no tenía esa mínima inversión, la tenía que poner yo.
En las ganancias íbamos a medias, el viejo hacía el laburo en Uruguay con los
proveedores y los despachantes de aduanas y yo no tenía mucho más que hacer,
aparte de vender las camperas.
A mí me venía espectacular y además me alegré de
poder darle una mano. Así que le dejé como un tercio de la guita que teníamos
para la casa. Esa casa cualquiera de un barrio cualquiera, que tenía que tener
azotea para los asados con los amigos.
Nos vinimos y la importación se demoró bastante más
de lo que calculamos. Entretanto, yo seguí en el puesto con Tom. Ceci, con la
venta de panes, tartas y sándwiches vegetarianos. Cuando al fin llegaron las
camperas, fue una fiesta. Me sentí un empresario con un negocio seguro. Con
vender unas treinta por mes, y algunos guantes y gorros, para mediados de
octubre nos volvíamos para siempre. Chau Noruega, chau Fisketorget, chau olor a
pescado. Game over. La verdad es que
me hice unas ilusiones tremendas. Es que ya estoy harto de no vivir en ningún
lugar. Será que me estoy poniendo viejo.
Lo peor es que sigo pensando que era bruto negocio.
Puto incendio.
Puta vida.
* * *
Lo más raro es que recuerdo con todo detalle sólo
pedacitos de aquel día, los anteriores al incendio, y nada de lo que pasó
después.
Acababa de acordar con el Tío Tom trabajar menos
horas para dedicarme a las camperas. Me fui para casa sin sentir ese cansancio
de cada verano. El sol, con los rayos más oblicuos que nunca a eso de las
cuatro de la tarde. Qué lujo llegar tempranito y robarle unas cuantas horas al
día, poder estar ahí, en la terraza que hicimos con Arne el otro invierno,
donde todavía están las mil latas de cerveza como testigos de ese proyecto loco
y divertido. Ya se termina esto, se termina, qué lindo está hoy.
En casa estaba lleno de pibes tocando. El detalle de
la puerta del viejo saladero de pescado asegurada con el cenicero para que no
se cerrara, y coches y bicis alrededor, lentes, chancletas y cerveza. La
segunda puerta del ducto de la grúa elevadora estaba abierta. Esquivé el bote y
entrecerré los ojos para no encandilarme. Me sabía el camino de memoria. Al
pasar al lado de la caja blanca de espuma-plast, levanté la tapa y miré las
tortugas. Hacía días que vigilaba a una de ellas que parecía enferma. Evalué la
evolución de las heridas y, justo a tiempo, la saqué de aquella pecera
demasiado chica. Descubrí que la causa no era la podredumbre acumulada en la
pecera, sino las tres compañeras que intentaban comérsela. Estar encerrado en
un sitio pequeño y que tus congéneres intenten comerte de a ratos.
Dejé la bici contra la pared y saqué la lona del
carro. Genial, el carro que nos permitió sacar unos buenos mangos en el punto
alto de la temporada con las comidas de Ceci y que ahora guardaba las camperas.
En el cuarto me saqué las botas y volví a pensar en la conversación con Tom.
Seis, cinco horitas por día. Vestirme otra vez con ropa normal y hablar de mis
propias cosas. Qué asco toda esta ropa del pescado. Me saqué los pantalones de
goma naranja lo más rápido posible. Hacía calor en la habitación. Me duché
enseguida para no dormirme, ese día había metido veinticuatro cajas desde las
seis de la mañana. Uf, qué pocas ganas de afeitarme.
Entraba mucho sol por la ventana; todo se llenaba de
los reflejos del agua en las paredes del cubo de madera. Miré los antiguos
pilares puestos allí hace trescientos años con esos tornillos gruesos,
grotescos, que hacían estos noruegos. Me tenía que apurar antes de quedarme
dormido. Más tarde venía Jordi, el catalán, a mirar las camperas. Ya había
hecho una venta promisoria gracias a Ana, que trabaja en la tienda de la
Strandgaten.
Ahí estaban los músicos de la noche anterior. Buenos
pibes, simpáticos, todos eran de las islas de alrededor de Bergen. Alquilaron
para ensayar el cuarto pegado al nuestro, donde vivieron Salem y Atef, un
tunecino y un egipcio. Arne les inventó una historia sobre unas reparaciones en
el piso para cambiar las vigas que sostienen el edificio sobre el agua del
fiordo. Y así los echó. Ahora quedábamos sólo tres parejas de sudamericanos, un
francés y la sala de ensayo de los pibes noruegos. Que total, armaban la fiesta
todas las tardes en la terraza, pura música, chancletas y cerveza, y sólo
usaban la habitación para guardar los instrumentos y los equipos.
Después, la memoria se cierra y lo único que sé es
lo que me contaron y lo que leí. Dicen los diarios que Germán gritó “Fuego” a
las cuatro de la mañana. Que era imposible intentar salvar nada, el cubo de
madera era un cubo de fuego. Salimos casi desnudos a la calle y nos zambullimos
en un bote. El tipo del bote llamó a la policía y nos llevó al centro de
Bergen. Estuvimos dos días en un hotel. Me veo, a la mañana siguiente,
desayunando en el hotel con ropa prestada. Leo que lamenté ante un periodista
la pérdida del patrimonio histórico. El patrimonio histórico, no lo puedo
creer, hay que ser tarado.
* * *
Miro el fiordo desde el carro de Tom. Ahora el cielo
está casi despejado. Todavía soy capaz de apreciar algunas cosas. Basta de
autocompasión. Hay que meter huevo.
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